Responder a los daños asociados con el uso de drogas y el tráfico ilícito de drogas se configura como uno de los mayores desafíos de política social de nuestro tiempo. Todos los aspectos de este desafío tienen implicaciones para los derechos humanos. 

El tema de las drogas es transversal a la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y a los múltiples Objetivos de Desarrollo Sostenible, incluyendo la erradicación de la pobreza, la reducción de las desigualdades y, por supuesto, la mejora de la salud, con sus objetivos sobre el uso de drogas, el VIH y otras enfermedades transmisibles. El objetivo 16 sobre la paz, la justicia y el fortalecimiento de las instituciones es particularmente importante y requiere que se preste atención a los derechos humanos en todos los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Desde finales de la década de 1990, las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) han reconocido que “contrarrestar el problema mundial de las drogas” debe llevarse a cabo “de plena conformidad” con “todos los derechos humanos y libertades fundamentales».1 Esto ha sido reafirmado en cada una de las principales declaraciones políticas de la ONU sobre el control de drogas desde entonces y en múltiples resoluciones adoptadas por la Comisión de Estupefacientes.2 La realidad, sin embargo, no siempre ha estado a la altura de este importante compromiso.

La acción sostenible y basada en los derechos en materia de fiscalización de drogas requiere de estándares compartidos a partir de los cuales empezar. Sin embargo, sigue habiendo una falta de claridad en cuanto a lo que las normas de derechos humanos exigen a los Estados en el contexto de la legislación, las políticas y la práctica en materia de fiscalización de drogas. Las Directrices Internacionales sobre Derechos Humanos y Política de Drogas son el resultado de un proceso de consulta de tres años para abordar esta brecha.

En las Directrices se destacan las medidas que los Estados deben adoptar o abstenerse de adoptar para cumplir sus obligaciones en materia de derechos humanos, teniendo en cuenta al mismo tiempo sus obligaciones concurrentes en virtud de los tratados de fiscalización internacional de drogas: la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes (en su forma enmendada); el Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas de 1971; y la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas de 1988.3 Críticamente, no inventan nuevos derechos. Aplican la legislación vigente en materia de derechos humanos al contexto jurídico y político de la fiscalización de drogas a fin de maximizar la protección de los derechos humanos, incluso en la interpretación y aplicación de los tratados de fiscalización de drogas.

Las Directrices no son una «caja de herramientas» para una política modelo sobre drogas. Más bien, respetan la diversidad de los Estados y su legítima prerrogativa de determinar sus políticas nacionales de conformidad con las normas aplicables de derechos humanos. Los Estados siempre conservan la libertad de aplicar protecciones de los derechos humanos más favorables que las previstas en el derecho internacional. Por lo tanto, las Directrices son una herramienta de referencia para quienes trabajan para asegurar el cumplimiento de los derechos humanos a nivel local, nacional e internacional, ya sean parlamentarios, diplomáticos, jueces, responsables políticos, organizaciones de la sociedad civil o comunidades afectadas.