Gustavo Petro ha denunciado que la guerra contra las drogas liderada por los EE.UU. es un fracaso total. Queda pendiente el pasar de palabras a acciones.
Por: Aura María Puyana y Sandra Yanneth Bermúdez
Este artículo fue publicado originalmente en el número de primavera 2023 del NACLA Report, nuestra revista trimestral.
En una asamblea de cultivadores de coca en diciembre, el presidente de Colombia, Gustavo Petro abrió un diálogo directo con familias cocaleras en El Tarra, ubicado en el departamento de Norte de Santander, frontera con Venezuela. Ante más de 2.000 campesinos aceptó considerar la propuesta de dejar atrás la erradicación forzada y emprender una estrategia de sustitución gradual que permita a las familias obtener ingresos de la coca mientras los cultivos sustitutos empiezan a dar frutos.
El anuncio de la Policía Nacional en enero de reducir en un 60 porciento la meta de erradicación tiende a eliminar un factor de conflictividad entre Estado y agricultores mientras se concierta una nueva política de desarrollo alternativo. En el país que más ha seguido las directivas de la “guerra contra las drogas” impulsadas por los EE.UU., es un cambio que tiene una real potencialidad transformativa.
La iniciativa es producto de la elección de la primera fórmula presidencial progresista de la historia de Colombia en junio de 2022, compuesta por Gustavo Petro Urrego, ex alcalde de Bogotá y exlíder del Movimiento 19 de Abril (M-19), y Francia Márquez Mina representante del movimiento social étnico. Su victoria electoral alteró el orden elitista de las cosas como nunca antes había sucedido en el país más desigual de América Latina.
“El dictamen del poder ha ordenado que la cocaína es el veneno y debe ser perseguida…pero, en cambio, el carbón y el petróleo deben ser protegidos”, afirmó Petro en la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de 2022. “La guerra contra las drogas ha fracasado”.
Esa estrategia, según Petro, no ha logrado eliminar los estupefacientes, ni debilitar el crimen organizado, la cooptación del Estado por las mafias, ni el blanqueo de capitales en la economía formal. La cruzada punitiva contra las drogas, afirmó, persigue y encarcela a millones de seres humanos, más por su condición de raza, género o pobreza que por su relación con los eslabones débiles de la cadena de las drogas.
“Si no corregimos el rumbo”, Petro vaticinó con tono enfático, “Estados Unidos verá morir de sobredosis a 2.800.000 jóvenes por fentanilo, que no se produce en América Latina. Verá a millones de afros norteamericanos ser apresados en sus cárceles privadas”. Petro endilgó a la guerra contra las drogas la responsabilidad del desastre ambiental en la Amazonia al convertir la planta sagrada de la coca en “una de las más perseguidas de la tierra” a la que debe fumigarse con el herbicida glifosato.
Frente a este discurso, entre julio y diciembre de 2022, los Estados Unidos reaccionó con la visita de no menos de once delegaciones a Bogotá.
El prohibicionismo flexible: Entre imagen internacional e implementación truncada
Ante liderazgos campesinos e indígenas reunidos en octubre en Puerto Leguízamo, en el departamento sureño de Putumayo, para conocer la política de freno a la deforestación, Petro propuso pagar entre unos $400 y $600 dólares mensuales a las familias que decidan dejar la coca para proteger, regenerar y recuperar los bosques tropicales. Tareas de conservación bien remuneradas y de largo plazo les darían la posibilidad de salir del circuito controlado por las redes mafiosas del narcotráfico, siempre y cuando la gobernabilidad estatal y social avance en el territorio. La propuesta de “canje por deuda” presentada por Colombia en la COP27 en noviembre de 2022 —un alivio parcial del endeudamiento para liberar recursos para la protección de la Amazonía— apunta en esta dirección.
Petro ha relacionado la adicción capitalista con la matriz minero–energética, con la expansión de los cultivos de coca y la deforestación de la selva. Según varias fuentes, incluidas la Contraloría General de la República (CGR) y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga (ONUDD), los cultivos de coca disminuyen en las áreas donde predomina la actividad minera o petrolera y donde se encuentran grandes predios deforestados para la actividad ganadera y el mercado especulativo de tierras.
Según la Asociación Campesina del Catatumbo (ASCAMCAT), por ejemplo, las dificultades de los campesinos del Catatumbo en el departamento Norte de Santander para vender la pasta básica de cocaína tiene relación directa con el movimiento de los capitales ilegales hacia la explotación informal de carbón mineral, con grandes yacimientos a cielo abierto. Solo en las zonas que coinciden con áreas fronterizas o proveen salidas a los océanos se evidencia simbiosis significativa entre la explotación de minerales —oro de aluvión, carbón o petróleo— con la producción de coca y sus derivados.
Por otro lado, relacionar la expansión de los cultivos de coca con el incremento de la deforestación amazónica es una verdad a medias. Según el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, los otros principales motores de degradación forestal son la praderización orientada al acaparamiento especulativo de tierras, la ganadería extensiva, la tala ilegal de maderas, la infraestructura de transporte no planificada, la ampliación de la frontera agrícola en áreas no permitidas y la extracción ilícita de minerales.
La responsabilidad de los cultivos de coca alcanzó solo el 7,5 porciento de las 171.685 hectáreas que se talaron en el 2020. Según la Corporación Viso Mutop, el uso de esta justificación para la erradicación forzada explica por qué al campesino le resulta odiosa la fuerza contra sus cocales, cuando saben que quienes ordenan destruir la selva se enriquecen a control remoto en las ciudades.
No obstante las críticas que lanzó Petro en el exterior, la erradicación forzada de la coca continuó durante los primeros meses de su gobierno. Entre diálogos contenidos, bloqueos humanos en los predios y algunos enfrentamientos físicos, el ritmo de la erradicación se mantuvo moderadamente alto como si nada hubiera cambiado en el país. Según el Ministerio de Defensa, los Grupos Móviles de Erradicación (GME) arrancaron 23.500 hectáreas de coca entre agosto y diciembre de 2022, con un promedio de 4.700 hectáreas por mes, similar al alcanzado por el Gobierno Duque en el último semestre de su mandato.
Resulta paradójico que mientras se busca reformar la política de drogas en el plano internacional, Petro no haya ordenado la suspensión de la erradicación química terrestre con la que pudo inaugurar la reforma de la política de drogas en el país. Así como en septiembre de 2015 el presidente Santos anunció el fin de la aspersión química aérea, el gobierno actual puede adoptar esta decisión sin esperar el beneplácito internacional. La parcial disminución de la erradicación forzosa terrestre es un avance que lamentablemente sigue estando atado a las exigencias de la certificación anual unilateral de los Estados Unidos.
En repetidas ocasiones cocaleras de distintos lados del país han demandado concertar nuevos términos para la sustitución y suspender los contratos de erradicación firmados por el gobierno de Duque. “Vamos a impulsar la sustitución de la economía de la coca en cumplimiento del acuerdo de paz”, declararon ASCAMAT y la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (Coccam) a principios de noviembre de 2022, antes de la asamblea con Petro.
Varios meses antes, en agosto, el recién posesionado Jefe de la Policía, General Henry Sanabria, había anunciado la suspensión definitiva de este método forzoso a favor de una estrategia voluntaria. Sin embargo, rapidemente se rectificó su posición, diciendo que la erradicación forzada sí se continuará. Desde entonces, el Embajador Murillo ha promocionado el programa “erradicación para la paz”, que sonó complaciente con Washington pero desafortunado para quienes votaron por la coalición de Petro y Márquez y su Pacto Histórico.
En octubre, durante la visita del Secretario del Estado estadunidense Antony Blinken, Petro confirmó que “la erradicación forzada continúa en los cultivos industriales que no son propiedad del campesinado” sino financiados por narcotraficantes. No es la primera vez que se hace esta distinción en Colombia: durante los gobiernos de Ernesto Samper (1994-98) y Andrés Pastrana (1998-2002) se diferenció entre cultivos empresariales y cultivos de subsistencia para proteger las parcelas pequeñas de la fumigación aérea, aunque esa clasificación técnica no evitó que las avionetas afectaran todos los sembradíos sin importar su dimensión.
Diez días antes de la llegada de Blinken, el Ministro de Defensa, Iván Velázquez, condicionó la suspensión de la erradicación al avance de los diálogos con los grupos armados, lo que incubó nuevamente la hipótesis de que los cultivos de coca se acaban con negociaciones de paz y sometimiento a la justicia con quienes son sus dueños. Esta tesis desestima los factores económicos que jalonan la cadena de las drogas en contextos de guerra o de paz. No reconoce tampoco las lecciones aprendidas en los gobiernos de Álvaro Uribe (2002-2010) y Juan Manuel Santos (2010- 2018), quienes operaron con ese mismo planteamiento. Aunque se esperaba que la producción de coca se redujera con el proceso de desarme de las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y la guerrilla de las FARC, no fue así.
Como nos explica el ex alcalde de la zona cocalera amazónica de San José del Guaviare, Pedro Arenas, es prioritario “reconocer al pequeño productor como sujeto de derechos, separarlo radicalmente de los grupos armados y, por supuesto, no supeditar la concertación social al curso de las negociaciones con los armados”.
Al inicio de la administración de Petro, el actual Ministro de Justicia, Néstor Osuna, ante el Congreso Nacional manifestó su apoyo a la Ley de Tratamiento Penal Diferenciado para pequeños cultivadores, pendiente desde que se suscribió el Acuerdo de Paz de 2016, y la próxima presentación de un proyecto para excarcelar personas que cometieron delitos menores sin violencia, entre ellas centenares de mujeres cabeza de familia presas por ventas de drogas al por menor. Pero últimamente, el Presidente Petro se muestra más interesado en afianzar su alianza con las comunidades rurales al comprometerse a elevar a rango constitucional los Derechos del Campesinado y al convocar la Convención Nacional Campesina y por lo menos cuatro asambleas regionales.
Con la realización de estas asambleas populares nos parece más apropiado que las iniciativas más radicales sobre política de drogas y desarrollo rural integral provengan de los propios movimientos sociales. Con este argumento, procedería así a refrendarlos y enfrentar las críticas de la oposición interna y las que puedan provenir del Gobierno de los EE.UU.
Los impases de la política de drogas como instrumento de regulación de laviolencia
De la manera como se aborde la política de drogas depende el éxito del gobierno de Petro en la medida en que la gobernabilidad y la construcción de la paz está irremediablemente atadas a la desactivación del narcotráfico en las regiones donde la producción de coca, cannabis y amapola se conjuga con dinámicas violentas por el control de los territorios y la extracción de rentas legales e ilegales. Ahora bien, si se trata de cambiar el enfoque de drogas hacia la regulación o de seguir presos de la opción estadounidense de “garrote y zanahoria”, Petro necesita precisar el por qué, el cuándo y el cómo de esa transición.
Necesita aclarar si solo profundizará la regulación del cannabis, o si ésta se extenderá a los usos industriales lícitos de la coca y la amapola. Como señala Steves Rolles de Transform Drug Policy Foundation, se requeriría arriesgar la regulación de toda la cadena de valor de la cocaína con modalidades de control que vayan cerrando espacio a los intercambios ilegales de la demanda externa. Nada sencillo pero probable si se acogen las recomendaciones a Colombia de la Comisión Global de Política de Drogas, conformada por 26 líderes mundiales; entre ellos exmandatarios de América Latina que proponen la regulación legal de las drogas, un enfoque sobre derechos humanos, despenalización (incluyendo cultivos), fortalecimiento institucional y una política autónoma y no “securitizada” de las drogas.
Pero si la orientación es a lo que llamamos un “prohibicionismo flexible” de premios y castigos, Petro se enfrenta al desafío de comunicar con franqueza esta decisión a los colombianes, sabiendo que la represión seguirá golpeando al campesinado pobre y dará al traste con el desarrollo rural integral de mediano y largo plazo. Siendo significativa, la crítica a la guerra contra las drogas de Gustavo Petro es insuficiente si no toca el paradigma prohibicionista que la fundamenta, como lo anotó el constitucionalista Rodrigo Uprimy de la ONG Dejusticia. Esta falencia puede autosabotear el giro paradigmático que ofreció en las elecciones y abrir más la puerta a los condicionamientos geopolíticos de los Estados Unidos.
El otro modelo que se desarrolló en la región que se diferencia con la orientación de los EE.UU. tampoco ha tocado el paradigma del prohibicionismo. El programa en marcha en Bolivia se llama el «control social de la coca» y es el primero a nivel mundial que busca la reducción de daños del lado de la oferta. Depende en los esfuerzos de los propios cocaleros sindicalizados para regular colectivamente la cantidad de coca que pueden cultivar. Con énfasis en derechos humanos e inversión estatal en servicios públicos, el programa tuvo diversos grados de éxito en las regiones donde los sindicatos y la lealtad al expresidente Evo Morales eran fuertes, pero se vio afectado por limitaciones de recursos y la expansión del cultivo de coca en parques nacionales y en áreas por fuera del control sindical. Su relevancia para Colombia es limitada por las profundas diferencias entre los países.
En realidad, Colombia se asemeja más al que se aplica en Perú, que también sigue las políticas dictadas por los EE.UU. y mantiene la erradicación como indicador de eficiencia en los municipios cuya economía depende de los ingresos que la siembra de coca les genera. Pero a pesar de estas diferencias, delegaciones de cultivadores de coca colombianas y peruanas han visitado Bolivia para explorar la posibilidad de aplicar elementos de su modelo a la situación que enfrentan.
Una relación desafiante con Estados Unidos
El nuevo enfoque del gobierno de Petro consiste en mostrarse duro frente a la extradición y flexible respecto a la reducción de la oferta de drogas y la “securitización” de la política ambiental en la Amazonia. En una reunión en septiembre con la General Laura Richardson, jefa del Comando Sur estadounidense, Petro discutió la creación de una fuerza militar para combatir los incendios en la Amazonía. Esa política de “buen vecino” neutraliza la diplomacia ofensiva que Washington aplica a los gobiernos no amigos, lo cual es un punto a favor, pero conlleva algunos riesgos como el resquebrajamiento del apoyo de movimientos sociales colombianos.
Estos movimientos esperan decisiones contundentes de autodeterminación en materia de drogas y medio ambiente. Combatir los incendios de tal manera también debilitaría las relaciones con los gobiernos de Brasil, Bolivia y Venezuela quienes no aceptarían una mayor incidencia del Comando Sur en el territorio amazónico que comparten.
Cuando se trata de concretar estrategias a aplicar, más allá de las fronteras, es sabido que los acuerdos tienen un peso mayor que los discursos y que éstos se perfeccionan entre bastidores. En rueda de prensa con el Presidente Petro, el Secretario Blinken dijo compartir el enfoque integral u “holístico” sobre el “problema” de las drogas que propone Petro. Con ruana de lana tejida en el departamento de Cundinamarca, el funcionario reestableció el tono cordial que se perdió durante la administración Trump y que con Duque se mantuvo en nevera durante el primer año y medio del gobierno Biden.
Blinken fue cauto, pero no silencioso respecto de la extradición de colombianos, considerada inútil por Petro en tanto las más de 3.000 remisiones de colombianos a los EE.UU. desde 1997, en su mayoría acusados de narcotráfico, no han evitado que las mafias se renovaran e incrementaran su poder acumulado. Para despejar cualquier sombra de duda al respecto, Kristina Rosales vocera del Departamento de Estado, se apresuró a asegurar desde Washington que el “proceso de extradición, no ha cambiado en absoluto”. Y agregó: “Es una herramienta importante para desarticular las mayores organizaciones de criminalidad trasnacional”.
Aunque poco se sabe sobre los pormenores de los once encuentros con el Departamento de Estado, los silencios dejan entrever lo que quedó en salmuera: 1) la continuidad de la certificación unilateral de que Colombia esta “cumpliendo” con los objetivos de los EE.UU.; 2) el cumplimiento con el 50 porciento en la reducción de cocaína y hectáreas sembradas que se pactó para 2018-2023 y las nuevas metas para el 2024– 2029; 3) la asistencia en seguridad e inteligencia en las fronteras marítimas y terrestres, en especial con Venezuela, con quien se reestablecieron relaciones diplomáticas y comerciales, y 4) el sentido real de la invitación al Comando Sur para “cuidar” la Amazonia.
A tal punto llega la racionalidad de la Casa Blanca para asegurar su influencia, que las recomendaciones de la Comisión Hemisférica de Drogas del Congreso estadounidense no han sido implementadas por Biden. Dicho informe señala la necesidad de revisar la política de drogas y cambiar la certificación unilateral, la extradición y los indicadores de éxito basados en incautaciones y erradicaciones por parámetros más respetuosos de los derechos humanos, el desarrollo sostenible y la democracia.
Más que por sus palabras, el protagonismo de Petro en la escena internacional merece destacarse por lo que su presencia significa: Colombia es el único país de América Latina con un continuum de gobiernos de élites agrarias y burguesas excluyentes, que cuenta por primera vez en su historia con líderes que en voz alta se proponen encaminar al país hacia la “paz total”. En otras palabras, una paz completa que supere los intentos frustrados o inconclusos emprendidos entre 1957 y 2016. Ello exige no solo el desarme de múltiples grupos armados que prosperaron en la mal manejada etapa del post acuerdo con las FARC, sino también solucionar los conflictos sociales y territoriales que hoy recrean un nuevo ciclo de la guerra en Colombia. Una estrategia nacional de drogas que ponga fin a la guerra contra las drogas como recurso de dominación política en el hemisferio sería la mejor contribución de los Estados Unidos para alcanzar una paz sostenible en Colombia.
Aura María Puyana es socióloga e investigador con la Corporación Viso Mutop.
Sandra Yanneth Bermúdez es socióloga e investigador con la Corporación Viso Mutop.